martes, 5 de julio de 2016

La pared muerta II

Ese tabique siempre estuvo ahí. Separando mi habitación del baño.

Mi padre construyó esa casa con sus propias manos. Salvo pequeños detalles que digamos, subcontrató, desde el suelo hasta el tejado, lo levantó él.
Nos lo repetía como un mantra cada comida.
Las piedras las trajo de Arendes, las tejas estaban hechas en Ortoro y todo el sistema eléctrico y de fontanería, lo hicieron codo con codo él y su inseparable Marcus.

Pasaba sus manos por la encimera de mármol de la cocina buscando algún defecto que sabía que no existía.
Repasaba con el dedo índice las vigas de madera cuidadosamente pulidas.
Arrastraba los pies por el suelo tras alguna imperfección. De hecho, sólo los arrastraba en casa; por la calle, parecía que fuera saltando.
Tocaba con sus callosas manos las delicadas paredes, raseadas después de haber sido raseadas con perlita, perliscayola y otros materiales a cual más moderno y preciosisita.

Luego, se olía las manos y aspiraba profundamente.
Yo hacía lo mismo cuando iba a escalar unas rocas cercanas.
Me encantaba el olor a roca porque, si, la roca huele.

Nunca permitió garabatos en las paredes.
No existían normas rígidas en nuestra educación pero esa, era inviolable.
Era como si, de alguna forma, él mismo se sintiera violado.
Nada de cuadros, ni fotos pegadas, ni apliques, ni nada.

Cuando mi padre murió, conservamos esa rutina en su honor durante largo tiempo. Parecía como si pretendiéramos de esa forma, mantenerlo vivo y, ......,
debíamos dejarlo marchar definitivamente.

Así que, un buen día, pasé la mano por la pared de mi habitación, la olí, inspiré profundamente, y decidí acabar con esa tradición de demasiados años.
Cogí un martillo y un clavo y..., lo hice.
La pared, sin más ni más, abrió su boca para mostrarme sus entrañas. Se formó un boquete de metro y medio.
Metí las manos para intentar sacar los cascotes y noté algo muy extraño. Me pareció tocar la mano de mi padre.
Seguí indagando, sacando trozos caídos de la pared en esa cámara de aire y empezaron a aparecer huesos, huesos humanos según supe más tarde.

Nunca me recuperé del todo al enterarme que todos los tabiques de la casa, las supuestas vigas, la parte baja de la encimera de la cocina, no escondían leyendas y trabajo, sino restos humanos.

Treinta y seis cadáveres consiguieron reconstruir a duras penas.
Tantos como años vivió mi padre en la casa.
Se fue cuando supo que los había contado todos, cumpleaños a cumpleaños.

El muy cabrón nos educó sobre paredes muertas cimentadas en su supuesta vida.

Nunca más me olí las manos después de escalar... .

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