sábado, 26 de octubre de 2013

Finca particular

“Finca particular”, rezaba el cartel. “Se vende o alquila. Razón aquí”.
A continuación, aparecía un número de teléfono de nueve dígitos.
Sonia miró el cartel sin mucho afán y continuó camino abajo hasta su casa.
Era una vieja y destartalada mansión a pie de carretera. Pagaba una exigua renta
 por ella ya que el dueño emigró hace años y no se preocupaba de las
subidas anuales, las actualizaciones y toda esa burocracia. La vieja amistad
que existió entre ellos contribuía a estos olvidos.
El caso es que Sonia no conseguía quitarse de la cabeza ese roñoso cartel a
pesar de haber pasado por delante de él infinidad de veces. Era como si hoy
el cartel hubiera adquirido un brillo inusual aun a costa de su propio óxido.
Cocinó algo rápido, pasó por el baño y se acostó pronto.
Al día siguiente, Sonia salió de su casa y se dirigió a casa de unos amigos
que se dedicaban a elaborar cestos de mimbre y cosas por el estilo.
Llevaba consigo hogazas de pan recién hecho, unos dulces caseros de coco
y media docena de yogures artesanos. Después del rutinario saludo,
pasaron dentro de la casa y compartieron charla y café.
A pesar de estar bien entrado el invierno, la temperatura exterior rondaba
los quince grados. Ese año la nieve se estaba haciendo de rogar. La huerta
todavía lucía espléndida.
Las conversaciones giraron alrededor de la actualidad económica, las
huelgas y el hambre en el mundo. Tres cafés y dos cigarros más tarde
decidieron que era hora de dejarlo. Intercambiaron género y se despidieron.

El marido de Sonia, Ernesto, esperaba en el garaje de la casa arreglando
unas cuantas tablas que no habían envejecido bien. Por el techo del garaje
se entreveía el primer piso. Demasiado riesgo.
Cuando Sonia regresó, Ernesto ya había terminado y se estaba duchando
 con agua fría. Tenía la costumbre de ducharse siempre con agua fría,
 ya fuera verano o invierno. Sonia subió las escaleras de la casa en
dirección a la habitación. Necesitaba descalzarse.
Pronto coincidieron los dos en el salón. Sonia le contó a Ernesto lo que le
había sucedido el día anterior con el cartel de la finca de arriba. De hecho,
no podía dejar de pensar en esa finca que conocía de memoria ya que su
padre fue muy amigo del dueño y pasaban muchas tardes sentados en la
hierba viendo atardecer y tomando un trago de vino. Ella, solo unas pocas
veces. Las suficientes. Varios árboles, entre ellos algunos cipreses y un
tronco seco a la entrada se habían grabado a fuego en su mente.

Ahora, lo del cartel, era otra cosa. Desde que murió su padre ya habían
transcurrido casi diez años. El dueño de la finca falleció un año más tarde
que el padre de Sonia. Desde entonces, esa finca tenía el mismo cartel
colgado y Sonia apenas lo había leído en un par de ocasiones. Esta vez era
otra cosa, sí.
Ernesto le dijo que no se obsesionara pero, ya nada podía pararla. Quería
comprar la finca para hacerse una casita con unos sudados ahorros e
intentar tener un bebé.
Un día más tarde, Sonia descolgó el teléfono de góndola y marcó uno a uno
todos los números. Una voz aflautada desde el otro lado del hilo telefónico
le penetró el tímpano. Separó el auricular de su oreja y se dispuso a
preguntar. No hubo acuerdo.

Diez años más tarde, Sonia y Ernesto proseguían con su vida en la mansión.
Habían preparado un trozo de terreno en la parte trasera y cultivaban
lechugas, tomates y alguna que otra verdura. El mejor brote que había
salido se llamaba Candela y tenía ocho años y pico. Alguna arruga suelta en
el rostro de Sonia y un mechón de pelo cano en la cabeza de Ernesto eran
todos los vestigios del paso del tiempo. Y Candela corriendo de un lado para
otro sin parar, por supuesto.
Poco tiempo después, la finca de arriba fue expropiada por el ayuntamiento.
Necesitaban espacio para construir un cementerio más grande y más cerca
del pueblo. El fallecimiento del último dueño de la finca y la disputa legal
entre los tres hijos herederos facilitó el acuerdo. Se iniciaron los trabajos de
acondicionamiento del terreno y un año más tarde se inauguró. Viejos
huesos residentes del otro cementerio, personalidades municipales varias y
gran parte de los vecinos acudieron a tal evento.

Candela soplaba las velas de su trigésimo cuarto cumpleaños. Cuatro
amigos brindaban acompasadamente haciendo tintinear sus copas al
chocarlas en honor a la homenajeada. Silbidos y aplausos
antecedieron a las consabidas felicitaciones.
Vivía en un piso de unos sesenta metros cuadrados en frente de la plaza del
pueblo. Desde la terraza se veía el ayuntamiento, la iglesia y una gran
extensión de plantaciones hasta donde se perdía la vista. A lo lejos, el
cementerio y su querida vieja mansión.
Sin siquiera despedirse, como si de un arrebato vital se tratara, salió del
piso, cogió la bicicleta y se dirigió hacia allí. Cuando se estaba acercando,
tuvo dudas. A punto estuvo de dar la vuelta, pero finalmente alcanzó la
última curva de la carretera. Se apeó de la bicicleta y continuó andando.
Ese año la primera nevada se había adelantado y las temperaturas eran
bastante gélidas. El pasamontañas que le resguardaba la cara del frío
empezó a llenarse de escarcha. Se paró delante de la entrada del
cementerio. Una papelera, un banco nevado y el viejo tronco seco
flanqueaban la entrada.
Un sonido chirriante acompañó la apertura de la verja. Caminó unos treinta
pasos y se detuvo. Delante de ella se podían observar dos lápidas con las
siguientes inscripciones: Sonia Ruiz Luengo y Ernesto Castrillo Pulido.
Descansen en paz.
Candela se soltó un broche que llevaba en la solapa y lo depositó en medio
de las dos tumbas. En letra minúscula se podía leer: “SOÑAR ES GRATIS”.
Sonrió, dio media vuelta,  levantó la bicicleta del suelo, sacudió la nieve y
volvió al pueblo.
Ese cementerio era una finca particular, muy particular… .

1 comentario:

  1. Es un intento fallido a un concurso, pero como aperitivo de algo que llegará..., puede valer. Que lo disfrutéis.

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